jueves, 6 de noviembre de 2008

EL VIEJO Y EL MAR


Enrique Cirules. 
La Habana, diciembre de 2001

Cuando a mediados de los años cincuenta alguien trajo una revista Bohemia al embarcadero de El Guincho con la traducción de The Old Man and the Sea, la mayoría de los pescadores y tortugueros de la célebre cayería de Romano no pudieron disfrutar de ese extraordinario relato, sencillamente no podían, no sabían leer. 

Sin embargo, Ernest Hemingway (Oak Park, Chicago, 1899—1961) ya era conocido en aquellos parajes; se le recordaba cono el americano que, de Faro Maternillos a Cayo Guillermo, a bordo de un yate, había estado persiguiendo submarinos alemanes durante casi dos años. 

Algo parecido había ocurrido en los alrededores de la esplendorosa Habana, donde Hemingway constituía ya uno de los grandes mitos, y no precisamente por la influencia que pudiera ejercer con su magnífica obra, sino por esa presencia suya entre los cubanos. 

En 1936, con menos de doscientas palabras, Hemingmay había publicado en la revista Esquire On the blue water la anécdota del pez y el viejo en la corriente. Era el relato que le hiciera Carlos Gutiérrez primer patrón del Pilar, sobre un pescador de Cabañas. 

Lo cierto es que, a pesar de todos los estudios que se han realizado, Hemingway sigue siendo en algunos aspectos ese gran desconocido. Incluso, cuando se publica El viejo y el mar, se desconocía que ese relato había sido desgajado de un producto mayor, una obra que Hemingway había comenzado a escribir tan pronto como concluyó la Segunda Guerra Mundial. Se trataba de una extensa novela que tituló The Sea Book, una trilogía sobre el mar, el aire y la tierra, a la que nunca le hizo la revisión final y nunca publicó en vida. 

Debieron transcurrir más de veinte años y diversas circunstancias, incluyendo su muerte, para que una versión de esa novela viera la luz en 1970: Islands in the Stream (Islas en el Golfo); sin dudas, corregida, mutilada, tal vez castrada, algo que nunca llegará a conocerse realmente. The Sea Book era una novela esperada por millones de lectores en el mundo entero, pero Hemingway la echó a un lado, la sepultó y creó así uno de los grandes misterios de la literatura contemporánea. 

Es la época en que muere su preciado editor: Max Perkins; y en que tratan de involucrarlo en conspiraciones contra el tirano Trujillo; por lo que acosado y perseguido (y asaltada Finca Vigía en 1947 por un pelotón del ejército procedente del Campamento Militar de Colombia), se ve obligado a huir de Cuba, para refugiarse durante largos meses en los escenarios de Adiós a las armas. 

Es a su regreso a la Habana, en 1949, que decide utilizar ciertos elementos de la novela The Sea Book, para escribir A través del río y entre los árboles, publicada en 1950; pero esta novela, por lo menos para la crítica especializada, resultó un fracaso. 

Es entonces que, con unas veintiocho mil palabras, Hemingway se dedica a encarnar una de las más bellas, míticas y fascinantes páginas de la literatura: el relato de un viejo pescador de la zona de Cojimar, en lucha permanente vigorosa, tenaz para arrebatarle a la Corriente del Golfo una de sus más espléndidas criaturas, sin imaginar que con la muerte del gran pez está en el umbral de la derrota. 

Con la aparición de El viejo y el mar, en el otoño de 1952, este libro se convierte con rapidez en uno de los más afamados relatos de la literatura norteamericana. Había aparecido primero en la revista Life, el 10 de septiembre y una semana más tarde la editorial Scribner's de Nueva York lo publica en forma de libro. Esto promueve de inmediato toda su obra anterior. Por El viejo y el mar, en 1953, Hemingway recibe el Premio Pulitzer, y finalmente, en octubre de 1954, por toda su obra, el Nobel de Literatura. 

Por esos días se atrinchera en Finca Vigía y se niega a recibir a la prensa. Es en una breve entrevista concedida a la televisión cubana, en la que declara que quien ha ganado el Nobel es «un cubano sato». Luego entregaría la medalla del Premio Nobel a la Virgen de la Caridad del Cobre, en el Santuario de Santiago de Cuba. 

El viejo y el mar es una pieza magistral, llena de encanto y poesía, tierna y ruda a la vez: un pez, el mar, un viejo y un muchacho, en los escenarios de Cojímar, con la sencillez de un texto clásico, genuinamente cubano, entre símbolos y míticas reflexiones, que escribió cuando ya llevaba casi veinte años de contacto con espacios marinos de la cultura cubana, entre pescadores y navegantes; y, además, empleados, buscavidas, dependientes, limpiabotas, taxistas y boxeadores. 

Este relato, y por lo menos otras dos novelas suyas están vinculadas a las aristas más preciadas de la literatura cubana. A cincuenta años de su publicación, el mito del más universal de los escritores norteamericanos en Cuba alcanza una renovada fuerza y esplendor. 

Sin dudas, Hemingway es un autor inagotable. Un escritor que vivió y trabajó en nuestra Isla durante largas años, primero en el Hotel Ambos Mundos, en la zona más bulliciosa de La Habana Vieja, y después en las afueras de la capital cubana, sobre una de las colinas de San Francisco de Paula. Un autor que sigue siendo uno de los grandes artífices del lenguaje y de la creación literaria, (...) que de manera genial recreó historias, mitos y rememoraciones: uno de los autores que más ha influido en la literatura del siglo XX. 

lunes, 3 de noviembre de 2008

Los balnearios y sus poetas tutelares(extracto)


por Darío Oses
para nuestro.cl


Poetas tutelares

Uno de los primeros poetas que parte a habitar el litoral es Manuel Magallanes Moure. En Cartagena escribe su libro La casa junto al mar, que aparece en 1917.

El pintor Juan Francisco González iba Las Cruces todavía rural. Su hija mayor, Jimena, recuerda que pasaban los veranos allí, en un fundo de su abuelo. El padre iba a verlos los fines de semana. Con prismáticos los niños veían bajar su coche por la cuesta de San Antonio. En cada temporada pintaba tres o cuatro cuadros. Salía a caminar y cuando encontraba algo que le gustara lo pintaba, fuera un paisaje marino o algún campesino con los que entablaba amistad rápidamente.

En el litoral central de Chile hay balnearios que tienen a un poeta como genio tutelar. Es el caso de Isla Negra, que era una playa salvaje y de difícil acceso, cuando Pablo Neruda llega a ella, en 1938, buscando un lugar donde dedicarse a escribir su libro Canto general. Entonces Isla Negra se llamaba Las Gaviotas. Eladio Sobrino, un marinero español que al perder su barco en Punta Arenas decidió quedarse en Chile, había levantado allí unas rústicas casas de piedras. El poeta compró una de ellas. En su libro Una casa en la arena, reconstruye poéticamente la casa y el paisaje del entorno.

El recordado grupo de Los Diez, que dirigía Pedro Prado, hizo planes para construir una torre en Las Cruces. De esta sólo quedan los planos que hizo Julio Bertrand Vidal. Pero el genio poético de Las Cruces es Nicanor Parra.

Parra se instaló a vivir en una de las casonas tradicionales del balneario, a la que se conocía como "El castillo negro". Era una impresionante edificación de madera, íntegramente forrada en tejuela, con tres niveles en el volumen principal y cinco en la torre. La construyó el arquitecto Héctor Hernández para Rodolfo Marín, intendente de Colchagua en 1919. El castillo negro estaba inspirado en el pintoresquismo que tanto influyó en la arquitectura de los balnearios chilenos a principios del siglo XX. Desafortunadamente un incendio consumió íntegramente esta edificación. Entonces el poeta se trasladó a vivir a la casa del lado, desde la que domina la playa chica.

En la primavera del 2004 se celebraron, en Las Cruces, los noventa años de Nicanor Parra, con noventa campanadas en la iglesia -que es obra del pintor y arquitecto Pedro Subercaseaux- y noventa volantines encumbrados en la playa.

El genio poético tutelar de Cartagena es Vicente Huidobro.El 24 de septiembre de 1947, pocos meses antes de morir, Huidobro le contaba a su amigo, el poeta español Juan Larrea, que se había quedado con parte de una hacienda de sus padres y abuelos, a la orilla del mar. Ahí vivía en paz, arreglando el parque de la sencilla casa rural.

El poeta solía invitar a sus amigos a esta casa en Cartagena. Entre los visitantes frecuentes estaba Eduardo Anguita, que encantaba a Vladimir -hijo de Huidobro- con el cuento de que el subsuelo del balneario era un mundo poblado por duendes.

Volodia Teitelboim, en su biografía Huidobro, la marcha infinita, señala que al regresar por última vez de Europa, ya en la etapa final de su vida, el poeta se retiró a ese pedazo de la hacienda de la familia. Le gustaba salir a dar largos paseos a caballo, acompañado por sus perros.

Huidobro viajaba en tren desde Santiago y llegó hasta la estación de Cartagena en los últimos días de diciembre de 1947 para pasar allí el año nuevo. Como de costumbre se fue a pie y cargando su maleta, hasta su casa ubicada en la parte más alta del balneario. Tal vez el esfuerzo le provocó, poco después, un derrame cerebral.

Su biógrafo, Volodia Teitelboim anota que fue un año nuevo nefasto. El poeta estaba postrado, debatiéndose entre la vida y la muerte, cuando comenzaron a llegar los invitados a la fiesta.

Eduardo Anguita contaba, poco después, que con el repicar de las campanas y los estallidos de los fuegos artificiales, Huidobro se había incorporado en la cama, inquieto. A ratos no reconocía a las personas y decía tener miedo, sin saber de qué.

El poeta murió en su casa de Cartagena, la tarde del viernes 2 de enero de 1948. Un alcalde prestó una tumba en el Cementerio de los Pescadores para que se lo sepultara provisoriamente. Más tarde se lo trasladaría al lugar que él mismo había elegido, en el terreno de su casa.

En uno de los artículos recogidos en el libro Pretérito presente, Alone relata lo que él mismo llama la "ceremonia triste, patética, rara, desolada y tan terriblemente significativa" de los funerales del poeta: "aquel cortejo, esa marcha interminable tras un furgón hermético: misterio pintado de negro. Bajar hacia el mar desde la falda de las colinas y seguir por senderos de arenas, por dunas, por eucaliptus...".

El cortejo llega por fin a un cementerio mínimo, escondido detrás de las casas. Cuesta entrar el ataúd por la puerta estrecha: "Cuando quieren depositarlo en el nicho no cabe. Imposible. Miran entonces alrededor y divisan por allá un hueco desocupado". Una voz dice que es de Fulano y otra replica que ese no piensa todavía en morirse, así es que miden la boca del nicho y el ancho del ataúd con una rama, y al comprobar que entra, lo dejan allí.

Concluye Alone su artículo, observando que Huidobro, que había juzgado estrecho y mezquino el escenario que le ofrecía su país natal, por una incongruencia muy suya, "marchó escoltado por huasos del fundo hereditario hasta el menos exótico de los sepulcros chilenos".

Cuentan los trabajadores que cuando se retiraron los restos del poeta del nicho aquel donde lo habían dejado, apareció una banda de cerca de medio centenar de jotes que siguieron al ataúd durante todo el trayecto del traslado a su tumba definitiva.

Así, Huidobro se quedó para siempre en Cartagena. Se tejieron muchas leyendas a su alrededor. Decían, por ejemplo, que se aparecía en las noches como jinete fantasma. Volodia Teitelboim hace notar que, tomando en cuenta los estudios de ocultismo que el poeta hizo en París y algunas de sus obras donde explora los mundos sobrenaturales, tal vez no le hubiera extrañado ni desagradado convertirse en superstición local.

A Cartagena se retiró también a vivir el escritor Luis Enrique Délano. Su casa, cercana a la hoy destruida estación de trenes, fue heredada por su hijo Poli Délano, que se convirtió en uno de los principales animadores de un grupo de amigos del balneario, que en los años 90 organizó memorables festivales artísticos y culturales en Cartagena. El pintor y escritor Adolfo Couve, también eligió vivir y morir en Cartagena.

Dicen que la infancia es la patria de los poetas. Tal vez la segunda patria sea algún balneario.

Valparaíso puerto de poetas


por Alejandro Lavquén
para La Ventana Portal informativo 
de la Casa de Las Américas, La Habana, Cuba.


Quizá sea Valparaíso la ciudad a la cual se le han escrito más canciones y poemas en el mundo. Lo que no deja de ser un orgullo para sus habitantes, que, sin ir más lejos, no se cansan de entonar dos notables poemas musicalizados como lo son "La joya del pacífico", popularizada por el cantante Lucho Barrios y "Valparaíso", vals escrito en los años sesenta por Osvaldo "Gitano" Rodríguez y que prácticamente se ha convertido en el himno oficial de este puerto: 

"Yo no he sabido nunca de su historia,/ un día nací allí sencillamente...," (...) "Pero ese puerto amarra como el hambre,/ no se puede vivir sin conocerlo,/ no se puede dejar sin que nos falten/ la brea, el viento sur, los volantines", dice en parte del poema. 

La profunda relación entre Valparaíso y los poetas es ancestral y mucho tiene que ver en esto su azarosa arquitectura y su condición de haber llegado a ser, en un momento del siglo XX, el puerto más importante del Pacífico. Su auge atrajo a cientos de inmigrantes de los cinco continentes, sobre todo ingleses y yugoslavos, los que dejaron su sello en muchas de las construcciones ubicadas en los diferentes barrios de la ciudad. 

En este puerto las casas parecen haber sido desparramadas al azar sobre sus cerros, y con la mirada siempre atenta hacia todos los puntos cardinales. El sentimiento de cada persona –y su condición social- se expresa en cada construcción, levantada por sus habitantes con los materiales más diversos: madera, calaminas, cemento, subterráneos y alturas extraídas del viento. Bares señoriales y pecaminosos; almacenes y mercados fueron creciendo junto a sectores financieros y barrios residenciales, hermanados por la sensibilidad de las pasiones nocturnas de sus habitantes. 

Esto, más las calles inverosímiles que nacen desde las raíces o desde el cielo indistinta y sorpresivamente, fue poblando la palabra poética de quienes nacieron allí o de los que adoptaron a Valparaíso como su patria, entre ellos docenas de poetas. Algunos reconocidos en el ámbito internacional. Otros, cubiertos por un injusto manto de olvido, como es el caso de Carlos Barella, que en su poema Cuadros del Puerto, escribió: 

"Una maritornes pasa,/ un marinero la mira,/ otro más audaz la abraza/ y un gringo pobre suspira./ Suspira y para apartar/ la amargura que lo aqueja/ se pone a mirar el mar/ y enciende su pipa vieja.". 

Carlos Pezoa Véliz, uno de nuestros más connotados vates tampoco se olvidó de este puerto y en sus versos, cargados de ironía, nos dejó parte de su historia, tomada de noticias de prensa de la época y escenas cotidianas de las que fue testigo: 

"Vida del puerto, vida de esfuerzo,/ vida que es digna de prosa y verso." (...) "Por las mañanas sale El Chileno:/ crimen, asalto, picnic ameno/ por una ficha... ¡Gran sensación!/" (...) "Los jornaleros de rostros pardos/ bajan y suben enormes fardos/ desde la popa de algún lanchón,/ y si por algo para la grúa/ se despanzurran una caldúa/ o un salchichón.". 

Los recovecos y miles de escaleras con destinos infinitos, sumados a callejones encabritados y vagabundos quizá sólo posibles en un sueño, han cautivado la palabra de generaciones de poetas. Los ascensores, moradores irremplazables del puerto, y siempre prendidos al ala de alguna gaviota, han sido cómplices de más de un verso de amor furtivo. También de algún presagio de muerte como lo cantara el Gitano Rodríguez desde el exilio: 

"Un día te levantarás y no amanecerá" (...) "Oirás a la distancia un ruido de ascensores,/ los aplausos de un teatro/ y la palabra adiós se quedará/ pegada a tu memoria como una cosa muerta". 

Durante la primera mitad del siglo XX, la bohemia porteña estuvo agitada por importantes representantes de nuestra poesía y arte como fueron Guillermo Quiñonez, Camilo Mori, Manuel Astica Fuentes, Chela Lira, Jacobo Danke, Kiko Ross, Germán Baltra y Pedro Plonka, entre otros. Salvador Reyes, afamado poeta y narrador antofagastino, tampoco pudo evitar la seducción de este puerto y escribió: 

"La noche se abre ahora/ de un golpe seco en las tabernas y en los bailes de marineros./ Ahora beben su licor, fuman tabaco/ los pescadores de las grandes ballenas antárticas,/ los gringos del malecón, los capitanes de altura/ y el hombre de los ojos oblicuos/ a quien llamas el Soñador de Shangai./ Así muchacha, es la noche del Sur, prolongada,/ como la noche de los amantes extenuados.". 

Por su parte, el poeta Pablo Neruda fijó una de sus residencias en Valparaíso, a la que llamó "La Sebastiana", casa ubicada en el Pasaje Collados del Cerro Florida, desde donde se puede tener una visión panorámica privilegiada. Neruda, durante la persecución de que fue objeto por el presidente González Videla, declaró su amor al puerto en los siguientes versos: 

"Eres en mí como la luna o como/ la dirección del aire en la arboleda." (...) "Te declaro mi amor, Valparaíso,/ y volveré a vivir tu encrucijada,/ cuando tú y yo seamos libres/ de nuevo, tú en tu trono/ de mar y viento, yo en mis húmedas/ tierras filosofales...". 

Destacados narradores y cronistas, también han dejado su testimonio sobre los ires y venires de "Pancho", como le llaman con cariño sus habitantes en la intimidad. Son cientos las crónicas que nos hablan, por ejemplo, acerca de la melodiosa cuadra de Cochrane, entre la Plaza Aduana y Márquez, o de la calle Clave, de El Pajonal y El Almendral, de la iglesia La Matriz, del legendario Roland Bar de calle Bustamante, donde en su libro-bitácora poetas y pintores dejaban sus versos y dibujos fatigados por el alcohol. Joaquín Edwards Bello, agudo observador del puerto, nos dejó sus testimonios de los cuales aquí se reproducen algunas escenas: 

"Por la subida Carampangue pasa la loca María. En toda ciudad hay una loca de la calle. En Madrid era Madame Pimentón. La loca María vuelca los tarros de las basuras, saca unas castañuelas y se pone a bailar" (...) "Este es el ascensor del Cerro Cañas. Al lado, en línea paralela, la escalera de la muerte. Una mujer gruesa sube jadeando con un lío de ropa en la cabeza" (...) "Los almacenes de Valparaíso tienen un olor especial a café, achicoria, chancaca y frutas secas. Nací en estos olores, ruidos y colores. Las librerías tienen un carácter especial. Y los letreros el suyo" (...) "Hay partes gringas, partes alemanas, partes españolas e italianas" (...) "En la parte de La Cajilla las mujeres nocturnas llamaban a los marinos diciendo Luquía, Comalón, esto es, look here, come along. Lo mismo pasaba en Hong Kong, donde existe una calle llamada Cumalón". 

Toda clase de artistas fue poblando Valparaíso durante el siglo pasado. Y a pesar de que ya no es el gran puerto comercial del Pacífico y la pobreza lo ha golpeado constantemente los últimos años, no deja jamás de mantener aquel embrujo que lo tiene a un paso de ser declarado Patrimonio de la Humanidad, pues lo humano que contiene este puerto es eterno, como lo es su condición de puerto de poetas. Sobre el amor, uno de los poemas-canción más bellos lo escribió Patricio Manns: 

"Fue tan verdad el tiempo de sus manos, Valparaíso,/y tan susurro su voz,/ tan precario el abrigo de su vientre,/ Valparaíso,/ tan corta su sed, tan severo su pan,/ tan incierto su olor,/ tan impotentes sus anclas al zarpar,/ Valparaíso./ Ella habitó los mapas de mi pecho,/ Valparaíso,/ cruel de estatura y de sol./ Ella ungió su misterio a mi memoria,/ Valparaíso,/ y yo dudo acá, privado de ser,/ náufrago de anclar,/ mientras su enigma se agota/ sobre el/ mar, Valparaíso./ Guarda su infancia, desvelo mágico/ y su distancia, delirio trágico,/ Valparaíso celestino.". 

Valparaíso parece naufragar y desprenderse desde los cerros hacia el mar, pero siempre vuelve con su coraje de viejo guerrero, como el sentimiento de Pablo de Rokha, quien escribiera quizá los versos más intensos, sociales y humanos sobre el puerto en su poema "Oceanía de Valparaíso", del que entregamos algunos fragmentos: 

"Valparaíso, camina por los barrios y las bodegas/ tuteándose, de hombre a hombre,/ con los trabajadores portuarios/ o los nortinos licoreados que ‘andan en tomas’, y/ las ropas tendidas son banderas o ‘claveles del aire’/ en los cordeles del proletariado/ creador de hogares" (...) "el héroe total expone su pellejo/ a los asesinos, y el siniestro mercader/ mugriento especula con la comida, cuando en/ ‘Los Siete Espejos’, arrecia la tormenta de bofetadas/ arrecia la tormenta de señoritas/ someramente prostitutas, arrecia la tormenta de las puñaladas" (...) "No buses corren, buques por las vías públicas/ de tu oceanografía: ‘el callejón de los Pimientos’ o la ‘Subida de la Calaguala’, que es la canilla de la/ puñalada y el cuero del viejo poeta Zoilo Escobar bracea nadando adolescencia abajo..." (...)"Todos los caminos de todos los destinos/ de la tierra van a dar al mar, Valparaíso". 

El puerto tampoco ha dejado indiferente a las nuevas generaciones, que aunque no conocieron su máximo esplendor, han aportado con su palabra para poetizar esta ciudad del viento. Nos dice la poeta Catalina Lafertt, con tierna ironía: 

"Por cierto que no soy la penélope/ pues la Plaza Echaurren/ es una residencia muy distinta./ Mas en fin, te extraño/ igual que cualquier enamorada". 

Los años de la tiranía militar son rescatados por el poeta José Ángel Cuevas en su peculiar estilo: 

"La única verdadera hazaña sería/ recorrer todos los cerros después del/ Toque de queda/ heroicamente con una botella de vino/ bajo el brazo/ El más grande acto posible y secreto. Y cantar el Vals que "Plaza de la Victoria es un centro social/ y que Av. Pedro Montt, para mí no hay otra igual"/ etc, etc". (...) "Valparaíso da vueltas por mi cabeza/ como un árbol, un cielo al revés/ escucho las sirenas de los barcos que llegan/ mientras bebo y llueve en mí/ pura eternidad/ recostado en la casa más increíble/ del mundo/ Faltaría que la cordillera nevada estuviera aquí/ de pie/ al fin de Playa Ancha.". 

Juan Cámeron lo deja y lo regresa en sus versos: 

"Aquí abordábamos los trenes para salir del puerto/ Entonces estos rieles seguían la ribera/ disciplinadamente juntos/ & yo engominado era un buque de guerra/ reflejado en los vidrios". 

Javier Campos lo sitúa más allá de los astros: 

"Hace muchos siglos conocí a una mujer de luz/ En los cerros desiertos de un planeta llamado Valparaíso/ Bailó conmigo una música sensual/ Sobre el mar cubierto de estrellas/ En casas alegres llenas de victrolas/ Me desnudó con los paisajes de su casa de la infancia". 

Carlos Muñoz, el Diantre, cantor popular, pone el toque alegre con sus versos llenos de picardía: 

"Con el viento flamean/ En los balcones/ Enaguas y sostenes/ También calzones/ También calzones ay sí/ Blancos y crema/ Amarillos y negros/ Sin un dilema/ ¡La vecina de al lado/ usa rosado!". 

Esteban Navarro lo evoca y lo sumerge en un sentimiento de lejanía que representa el amor fugaz de puerto y verano: 

"Tú estás en valparaíso/ Yo estoy en santiago/ El mar golpea fuerte en las torpederas/ En los muelles/ El sol golpea firme en mi cabeza/ Tus ojos se pierden en el infinito/ Mirando hacia el oeste/ Mis ojos arden con el smog y la tristeza". 

La leyenda de La Piedra Feliz, la podemos auscultar para siempre en los versos de Cristian Muñoz, estudiante de la Universidad de Playa Ancha

"Vuelvo a elevarme/ Como un volantín de fuego/ Desde tu sexo marino/ Piedra furiosa/ Piedra suicida/ Tan violenta y tan tierna/ Como las almas perdidas". El lazo entre poetas y Valparaíso parece ser inquebrantable en el tiempo, un algo misterioso los enamora, tal cual lo reconoce la poeta porteña Sara Vial: "Me enamoré de ti, Valparaíso,/ de tu casual navío sin regreso,/ de tu risa de sol en el hechizo/ me enamoré de ti, sin paraíso,/ y regresé de ti como de un beso".